Por qué es importante decir no a los «bebés de diseño»
por Fernando Pascual
Fuente: El Observador de la Actualidad
Muchas enfermedades genéticas son un reto para la medicina. La investigación de vanguardia busca caminos para curar o, al menos, mejorar la vida de los enfermos, especialmente cuando son niños.
Nuevas posibilidades se abren a la ciencia con el uso de las técnicas de fecundación artificial. Una de ellas consiste en la «producción» de «bebés de diseño» o «niños medicamento». Si algunas enfermedades serían tratables a través de transplantes de células o de tejidos genéticamente compatibles, ¿por qué no producir un «bebé de diseño», apto para ayudar al hermano enfermo?
La técnica parece sencilla. El laboratorio toma varios óvulos de la esposa y los fecunda con el esperma del marido. Hace luego un diagnóstico selectivo sobre las características genéticas de los embriones obtenidos. Escoge y transfiere en el seno materno a aquel embrión que pueda donar tejidos al hermano enfermo. Los demás embriones quedan a merced de la decisión que se tome en cada caso.
Este método encierra serios problemas éticos. El primero se refiere a la misma técnica. Sabemos que cada hombre o mujer que inicia la aventura de la vida merece respeto y protección por ser lo que es: un individuo humano, o, en lenguaje más preciso, un hijo, nuestro hijo. El lugar más digno para su concepción no puede ser la probeta de un laboratorio, sino el seno de su madre.
Desear que nazca un hijo que pueda curar a su hermano no nos da permiso para recurrir a una técnica que implique poco respeto por su vida, como ocurre cada vez que se provoca la fecundación en un ambiente de cultivo que no responde a los derechos del embrión a su máxima seguridad y a iniciar su existencia en su lugar natural.
El segundo problema ético es mucho más profundo. Una pareja «necesita» un hijo sano que tenga ciertas características genéticas. Son concebidos, como vimos, varios embriones en el laboratorio. Una vez seleccionado, a través del diagnóstico pre-implantacional, el embrión (o embriones) apto para curar a su hermano, es transferido a las trompas de Falopio de la madre, de forma que pueda desarrollarse, nacer, y luego donar algunas de sus células o tejidos para curar al hermano enfermo.
¿Y los demás embriones? Sencillamente, no sirven, sobran, a no ser que la pareja decida congelarlos para darles, en un futuro no muy bien definido, una oportunidad de vivir. Esta selección de embriones (uno destinado a vivir, los otros destinados a morir o a ser guardados como material «que sobra») implica una grave injusticia. Ningún hombre, ninguna mujer, puede ser eliminado o impedido en el camino de su crecimiento, de su vida, por el hecho de no reunir unas cualidades escogidas por los adultos. Cada ser humano vale, aunque sea débil, pobre, de una raza o de otra, de un ADN o de otro. Si vale, merece ser respetado: nadie puede impedirle que continúe su aventura humana.
Dar la oportunidad de vivir sólo al embrión que «servirá» como donador y discriminar a los demás nos muestra hasta qué punto el hombre puede tomar opciones injustas.
Hoy, como siempre, la ética nos dice que no todo lo que resulta útil coincide con lo que sea éticamente correcto. Nos escandalizaría, nos resultaría grotesco, el ver una foto de un niño sonriente, acompañada con un texto como el siguiente: «Este niño ha sido curado gracias a unos traficantes de órganos que arrancaron su riñón a un niño pobre de Asia». Nos rebelaríamos, sentiríamos que la humanidad ha sido pisoteada si un niño de un país rico fuese curado con el riñón robado a un niño de un país pobre.
La humanidad también es pisoteada cuando un niño puede ser curado gracias a un hermano suyo, seleccionado entre otros hermanos que fueron concebidos en probeta y luego condenados al abandono o a la destrucción.
Alguno dirá que defender los principios éticos destruiría la esperanza de tantos padres de familia que desean encontrar un camino para la curación de sus hijos. Otros negarán que los embriones sean seres humanos dignos de respeto. Otros, en fin, defenderán la autonomía de la investigación: si ponemos barreras éticas a los laboratorios, la medicina no podrá progresar.
No es fácil responder a todos. Quizá tendríamos que volver a escuchar la voz de un Sócrates que nos recordase a nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI, que no importa tanto conservar la vida si ello implica traicionar a un amigo, herir a un inocente, permitir la destrucción de embriones en un mundo que sólo los quiso para curar a otros.
Además, una barrera ética nunca será un obstáculo para la investigación.
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