Curso de Instructores del Método Billings

Eros y Agape


La vocación de la persona sexuada al amor


Intervención de Mons. José María Yanguas

en el Simposium Varón- Mujer

Pamplona, Marzo de 2007


Si he entendido bien, al abordar el tema que se ha reservado a mi intervención deberá tocar de un modo u otro argumentos como los que siguen. Habrá que ilustrar el hecho de que la persona humana en cuanto tal está llamada al amor. Deberá quedar también debidamente subrayado que si la persona humana está llamada al amor, lo está en su concreta y peculiar condición de hombre o mujer. En último lugar, el tema asignado parece demandar el examen de las variantes que intervienen en la presentación del amor como vocación de toda persona, según se trate del amor en su modalidad de eros o de agape, es decir, del amor humano o del amor que Dios “de manera misteriosa y gratuita ofrece al hombre” 1.

1) Palabra (imagen) y realidad

“Dios es amor”, así define a Dios el apóstol San Juan. Es bien sabido que sólo pueden ser “perfectamente” definidas las realidades de menor monta desde un punto de vista ontológico. Sólo ellas tienen confines perfectamente delimitados, sólo ellas caben en la angostura de la “palabra” de la definición, entre las estrechas paredes de una fórmula. Para definir las realidades más simples puede bastar ésta, pero a medida que subimos peldaños en la escala del ser, de su nobleza y perfección, se revela con progresiva claridad la insolvencia de las definiciones para dar razón adecuada de lo que las cosas son. La densidad ontológica de la realidad escapa a las constricciones de la palabra.

De ahí que las realidades más altas ontológicamente, aquellas que poseen la naturaleza más rica y positiva, de manera particular los “misterios” propiamente dichos, humanos o divinos, se puedan decir de muchas maneras mediante la palabra, la música, la luz y los colores, el bronce o el mármol. Por eso Dios es indefinible. El universo no puede contenerlo. Solamente su Palabra logra decir lo que Dios es, y lo hace porque ella misma es Dios. Si se me permite hablar así, diría, que en el caso de Dios, realidad y Palabra o definición presentan las mismas “dimensiones”.

Todo lo que no sea la Palabra, el Logos de Dios, aun cuando se trate de los mismos artículos de la fe, como sostiene San Juan de la Cruz, reflejan las verdades divinas sólo de manera encubierta e imperfectamente. De dichos artículos dirá bellamente el santo que son “semblantes plateados” de Dios, porque en ellos el oro puro de la verdad se nos presenta como cubierto de una capa de plata 2. Cuanto más elevada es la realidad de que se habla, más elevado deberá ser el lenguaje en que se expresa, sin que llegue a desaparecer nunca, sin embargo, la distancia entre realidad y expresión.

El mismo San Juan de la Cruz renuncia a declarar el entero contenido de su creación poética y sólo quiere “dar una luz general”, dejándola “en toda su anchura, para que uno de ellos se aproveche según su modo y caudal de espíritu”. Es decir, que la explicación que da de sus versos no agota el contenido de los mismos.

Como dirá E. Stein al estudiar la obra del santo y refiriéndose a él: “En todo caso, su afirmación de que con su propia interpretación no pretendía poner topes al soplo del espíritu en el alma abreviando a un sentido los dichos de amor, puede tomarse como un requerimiento o invitación a atenerse ante todo al poema” 3. Es bueno tener esto en cuenta cuando se quiere tratar del amor humano y divino.

Pues bien, en su Encíclica Deus caritas est afirma el Papa actual que con esa expresión de la 1ª carta de San Juan se expresa “con claridad meridiana” lo que constituye el núcleo central, “el corazón”, dice, de la fe cristiana. El contenido más central de la fe tiene que ver directamente con Dios, con lo que Dios es en sí mismo. La Revelación divina se centra en Dios. En realidad, ¿cuál otro podría ser su contenido? Dios se autorevela al hombre y se le muestra como “amor”. Esa es su verdad. Una verdad que se manifiesta de la manera más nítida, más plena y última en Cristo Jesús. Benedicto XVI se mueve en el horizonte magisterial del Concilio Vaticano II. La eterna imago Dei que es el Verbo de Dios reverbera en el rostro humano de Jesús, revelación mysterii Patris eiusque amoris. Como dice el Concilio en un texto bien conocido, Cristo manifiesta “plenamente” el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación 4.

Por su parte, Benedicto XVI subraya que la definición de Dios como amor es la más genuina “imagen cristiana de Dios” y, “también la consiguiente imagen cristiana del hombre y de su camino” 5. Afirmar que Dios es amor no sólo es el contenido central de la fe cristiana en Dios; ahí se pone a la vez al descubierto lo que la fe cristiana nos dice del hombre, hecho a su imagen y semejanza. Pero hay más, el amor no sólo da cuenta, ¡y la mejor cuenta!, de lo que el hombres es; no sólo lo define del modo más acabado y exacto posible, sino que aparece, además, como su camino o vocación. El amor está al origen de la existencia de los hombres, llena su recorrido existencial más auténtico y precisa su destinación final.

Haríamos mal en pensar que se trata aquí de afirmaciones bellas pero ineficaces, esto es, sin repercusiones inmediatas a la hora de configurar existencialmente la vida. Se trataría de un error de fatales consecuencias. Así queda sugerido en la encíclica de Benedicto XVI cuando éste precisa que creer en el amor de Dios, es decir creer que Dios es amor y que su acción es de naturaleza esencialmente amorosa, constituye la opción fundamental del cristiano, ejercicio radical y primero de libertad, llamado por su misma naturaleza a englobar, a “atraer” a sí cualquier otro acto de libertad, por su misma naturaleza secundario o segundo. Ese acto imprime a la vez, orientación y fuerza a la existencia. La fe en el amor de Dios representa el inicio de una vida genuinamente cristiana: entonces “se comienza a ser cristiano”. Y aunque no podamos detenernos en ulteriores reflexiones, será bueno tener presente que si el más auténtico y inicio de la vida cristiana se sitúa en la fe en el amor de Dios, su continuidad, desarrollo y progreso se alimentan de la misma raíz.

2) ¿Eros y agape o agape contra eros?

Tratemos de identificar de manera breve pero precisa la naturaleza de cada una de ambas realidades y la relación que existe entre ellas. En la encíclica aludida, el Papa pone ante todo de relieve que lo que se denomina agape representa una novedad aportada por el cristianismo. Si añadimos a esta afirmación lo que hemos dicho hasta ahora, es decir, el carácter absolutamente central del amor en la imagen cristiana de Dios y del hombre y su pertenencia, por tanto, al núcleo mismo de la fe cristiana, entonces se hace más necesario precisar bien el significado del concepto amor-agape. Equivocar el significado o contenido del amor, lleva a ponerse inmediatamente fuera del ámbito de la fe cristiana, de lo más peculiar y característico de la misma.

La oportunidad de precisar las cosas aumenta si se tiene en cuenta que, por más extraño que resulte considerando cuanto llevamos dicho, es frecuente la convicción de que el ágape batalla contra el eros, intenta demonizarlo, siendo así que es tenido por la vía más certera para la felicidad y para ponernos en comunión con Dios.

Buena parte de la cultura antigua “consideraba el eros como un arrebato, una locura divina 6, algo pues que está al margen, más, que prevalece o está por encima de la razón y que podríamos calificar de a-racional; algo que en virtud de su dimensión o carácter divino es capaz de extra-limitar al hombre, de elevarlo por encima de su angostura natural, de sus límites y condiciones; algo divino que es fuerza o potencia que permite al hombre experimentar una enorme dicha. El eros en cuanto potencia divina y en cuento suministrador de una felicidad divina aparecía a los antiguos griego como “comunión con la divinidad” 7. La prostitución sagrada estaría al servicio del amor así entendido, encendiéndolo o provocándolo.

Para el cristianismo, y no sólo para él, ese modo de entender el eros supone divinizarlo de algún modo, y choca frontalmente, por ello, contra su fe en el único Dios. Por otra parte, las prácticas que de tal visión se derivan son consideradas perversiones, formas gravemente desviadas de religiosidad.

De ahí que la fe cristiana combata esta forma errónea de concebir el eros, un eros falsificado, desviado; no ciertamente porque la tenga tomada con el eros en sí mismo, sino porque sabe del peligro que encierra confundirlo con sus sucedáneos y con la capacidad deshumanizadora, destructora de la dignidad humana de los mismos. “El eros ebrio e indisciplinado, dice el Papa, no es elevación, ‘éxtasis’, hacia lo divino, sino caída, degradación el hombre” 8. Junto a este eros existe otro, disciplinado y purificado y es sólo éste el que puede hacernos pregustar en cierta manera “lo más alto de la existencia, esa felicidad a la que tiende todo nuestro ser” 9. Volveremos todavía sobre este tema.

No cabe duda de que lo que distingue a los hombres y a las mujeres de las demás criaturas materiales es la capacidad de salir de nosotros mismos, de trascender lo efímero e inmediato, para conocer y amar a Dios, y para darnos a los demás. Como escribe Juan Pablo II: «Dios es amor (cfr. Jn 4, 8) y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor. Creándola a su imagen y conservándola continuamente en el ser, Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación y consiguientemente la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión (cfr. Gaudium et spes, n. 12)»”10.

No hay contraposición entre eros y agape. Hay, debe haber integración del uno en el otro, para que el eros sea verdaderamente humano. “Entre el amor y lo divino existe una cierta relación: el amor promete infinidad, eternidad, una realidad más grande y completamente distinta de nuestra existencia cotidiana” 11.

Pero hay un eros herido que no puede dar lo que promete. Hay un eros que es instinto, instinto de una naturaleza caída, debilitada, incapaz de dar lo que en otra situación podría dar. Reconocerlo es un servicio al hombre, porque al hacerlo se está admitiendo que puede superarse a sí mismo para alcanzar “su verdadera grandeza”. El camino para sanearlo es el de la purificación y maduración, que incluye la renuncia 12. Sólo siguiendo ese camino el eros llega a ser “totalmente el mismo y se convierte en amor en el pleno sentido de la palabra” 13.

¿Cómo y cuándo se logra? Cuando el eros encuentra su justo lugar en esa compleja realidad que es el hombre, compleja y, a la vez, profundamente unitaria. El hombre es cuerpo y alma, carne y espíritu; cuerpo modulado radicalmente por el alma que lo informa, sin dejar de ser por ello cuerpo, realidad material; espíritu que informa la carne y que por ello no es sólo espíritu. En la imagen cristiana del hombre no hay lugar ni para un espiritualismo desencarnado, ni para un materialismo “desalmado”. El cuerpo del hombre es un cuerpo sellado por su condición espiritual, lo mismo que su espíritu tiene la condición de ser animador del cuerpo. El hombre es una realidad profundamente unitaria, hasta el punto de que sus actos lo tienen como sujeto, de manera que quien actúa es propiamente el hombre mismo y no sus facultades: es él quien actúa mediante ellas, quien se sirve de ellas. Sólo si no se descoyunta la persona, sólo si se la considera como la unidad cuerpo-alma, puede el eros madurar hasta su verdadera grandeza 14. Justamente en la unidad de cuerpo y alma, en su compenetración recíproca, adquieren ambos “una nueva nobleza” 15.

Por eso puede decir con razón el Papa que el amor humano no es sólo sexo, no pertenece sólo a la dimensión corporal, material de su ser, no es algo separado, independiente del espíritu, ajeno al ámbito de su libertad y por lo tanto a la realización del hombre como tal, a su ser y no sólo a su tener o poseer. La sexualidad humana es tal cuando queda integrada justamente en una visión del hombre como unidad de cuerpo y alma. Entonces queda dignificada y elevada a un nivel verdaderamente humano. Al tratarse de sexualidad humana se beneficia del contacto con el espíritu que la penetra y la eleva: podrá así ser expresión, manifestación del amor, y además realización e incentivo del mismo. El eros en el hombre es por su naturaleza misma amor, y cuando no es así se degrada y pervierte. El eros sin amor, no es eros humano, sino simple biología, eros degradado, animal. No goza ya ni de la grandeza, ni de la belleza, ni de la plenitud de lo auténticamente humano, y, desde luego, no realiza la persona en cuanto tal, no es ámbito de crecimiento moral, de libertad.

Para ser verdaderamente humano, para alcanzar el nivel del amor, el eros debe observar una regla de conducta y mantenerse dentro de sus límites. Debe seguir, dice el Papa, “un camino de ascesis, renuncia, purificación y recuperación” 16, de otro modo no nos saca de nosotros mismos, no nos lleva hasta Dios. Vemos pues que la realidad que denominamos “amor” tiene varias dimensiones distintas realmente, aunque no separables, pues, de hacerlo, destruimos la única realidad que denominamos “amor” y se da lugar a una “caricatura” o “a una forma mermada del amor”.

Se trata de afirmaciones del Papa de hondo calado para una vida humana tal como Dios la quiere, una vida humana realizada en el amor. Un amor que se quiere sobrenatural y no hunde sus raíces en el amor como dimensión natural está llamado a no ser más que un fenómeno caricaturesco o deformado del amor verdadero. ¿No es eso lo que parece con contornos nítidos en numerosas figuras de la literatura o del cine? Pretendidos modos de vivir la caridad cristiana que niegan o desprecian las modalidades humanas del amor. De otro lado, el amor humano que no se abre a nuevos desarrollos, que no acepta su purificación, corre el peligro de reducirse a buenismo, sentimentalismo meloso o voluntarismo filantrópico que desconoce sus auténticas raíces y motivos y que termina revelándose como una nueva deformación del amor: le faltan ímpetus de generosidad, se cierra en sí mismo o se somete a la ideología. Hay una dimensión originaria del amor que puede y debe en efecto abrirse a nuevas dimensiones mediante una purificación 17.

El eros es el movimiento o tendencia de todas las cosas hacia su creador. Dios es bien para cada una de las criaturas, “objeto de su deseo y amor” 18. Ese deseo nace como fruto de su finitud, de su necesidad, de su falta de perfección. Todas las cosas “aman” pues en cierto sentido a Dios. Su “amor”, su “movimiento” es excéntrico, va más allá de las mismas cosas, sí, pero sólo en un primer momento; enseguida regresa sobre sus pasos y muestra su rostro auténtico que no es el del amor sino el de la necesidad y finitud. El “movimiento” termina siempre en el punto de partida, llega un momento en que se curva y torna a la cosa misma. De ahí que el amor en su primera dimensión no podría darse en el ser que no necesita nada: éste no podría amar ya que no puede desear nada: lo tiene todo 19.

Pero la Revelación cristiana nos enseña que Dios, creador del universo, no sólo atrae a sí todo lo creado, no sólo da lugar al movimiento de las criaturas hacia El, no sólo es amado, sino que, a su vez, ese Dios ama a sus criaturas. Esto es lo verdaderamente sorprendente y nuevo de la revelación cristiana. El amor no es sólo deseo, eros. Existen otras dimensiones del amor. Hay otras dimensiones en el amor que hacen que podamos hablar del amor como agape.

Pero esto no es lo más sorprendente, según el actual Pontífice. Lo que llama la atención es que el amor de Dios a sus criaturas, al hombre, a Israel, es a la vez eros y a la vez, agape. De ahí parece deducirse con claridad que el eros no es identificable sin más con el deseo que brota de la necesidad, con la imperfección y finitud. Si así fuera no se podría hablar de eros en Dios.

En realidad el pensamiento del Papa se manifiesta con nitidez y ahonda sus raíces en la enseñanza de los profetas. Las imágenes usadas por Oseas y Ezequiel describen el amor de Dios por su pueblo – y de la infidelidad de éste para con Aquél - con “imágenes eróticas audaces” 20. Es decir, con las imágenes usadas por los hombres para hablar del amor humano entre un hombre y una mujer. No disponemos de otras más adecuadas para hablar del amor sobrenatural.

Esas imágenes dan razón de una de las dimensiones del amor en plenitud. Cuando San Pablo habla a los Efesios del matrimonio cristiano, del sacramento del matrimonio por tanto, propone el amor de Cristo a su Iglesia como modelo del amor que debe nutrir el marido por su mujer; a su vez el amor matrimonial es imagen del amor de Cristo a su Iglesia 21. El amor de Cristo por su Iglesia como modelo del amor humano entre los esposos es lo que permite la purificación y elevación de este último a una dimensión superior. Porque el esposo ama a la esposa como a su cuerpo. Pero, como el mismo Apóstol afirma, al amar a su mujer como a su cuerpo, en realidad “se ama a sí mismo”. Nada malo parece haber en ello, según San Pablo.

Pero ese amor es invitado a ganar en calidad, a mejorar su condición, a superarse llegando a ser amor-entrega, amor hasta la muerte propia para que la esposa viva, para que pueda brillar en toda su hermosura y valor. Nada pone tan de relieve el valor, la preciosidad de una persona como el gesto de donar la propia vida por ella, de sacrificar la propia existencia en su favor. Ese es el modelo que Cristo, en su amor a la Iglesia, ofrece al amor humano para purificarlo y elevarlo. En la entrega de Cristo sobre la Cruz para la salvación del género humano se revela “el amor en su forma más radical” y, como dice el Papa, “a partir de ahí se debe definir ahora qué es el amor” 22.

Por eso, los poemas más bellos que cantan el amor humano más noble y alto, más encendido y apasionado, sirven para expresar e ilustrar a la vez el amor de Dios a los hombres. Podríamos decir, sin querer apurar el paralelismo y con las reservas necesarias, que el eros es al ágape lo que la razón a la fe, lo que el conocimiento racional al conocimiento de fe. Lo erótico no tiene que ver, prima facie, con las desviaciones del amor humano, sino con éste mismo en su realidad más genuina; no dice relación al amor animal, al amor privado de razón, al amor, podríamos decir, carnal. Eros tiene que ver con el amor humano como tal y, por lo mismo, con el amor de un hombre que ha heredado una pesada herencia que lo condiciona y le hace suspirar por una liberación incluso en sus fuerzas más naturales y por tanto más humanas, como la que mueve a las personas de distinto sexo a buscar su unión.

De ahí que podamos hablar, como hace el Papa en su Encíclica, del amor de Dios como eros, aunque el amor de Dios tiene su propio nombre que es el de agape. El amor humano (eros) es imagen y semejanza del amor divino (agape). Pero como la voluntad y la sensibilidad humana han quedado heridas por el pecado original, el amor humano o eros se presenta, aún después de ser sanado por la acción salvífica de Cristo, como algo que lleva las señales del pecado. Al oír hablar de “eros” se piensa enseguida en el instinto o apetito libidinoso, egoísta, que usa posesivamente –abusa- de los demás, poniéndolos al servicio de la propia satisfacción. De ahí que hablar de eros en Dios pueda parecer impropio y aun ofensivo para los sentimientos del creyente.

Si el término eros, en cambio, es un término tradicional para indicar el amor de Dios (como hace presente Cabasilas, lo usan entre otros Orígenes, S. Gregorio Niseno, el Pseudo-Dionisio y San Máximo Confesor 23), es, en mi opinión, porque con dicho término nos referimos al amor humano, al “eros” que es participación humana genuina, del ágape divino, forma arquetípica, original y perfectísima del amor. Tanto la Sagrada Escritura como la literatura mística utilizan las expresiones del amor humano purificadas de toda posible imperfección para aplicarlas a Dios 24.

En la imagen bíblica del hombre encontramos elementos de enorme valor, más aún, imprescindibles para nuestro tema. El libro del Génesis, como enseñaba Juan Pablo II, nos presente al hombre en su “soledad”. Soledad no es aquí término con significado sociológico. No es el hecho mostrenco, físico, de encontrarse sin compañía. La soledad del hombre está indicando su imperfección, su finitud y limitación. El hombre, fruto del amor creador del Dios Uno y Trino, tiene por esencia una dimensión social. El hombre es necesariamente ser-con. Privado de ese “con”, se encuentra en “soledad”. Necesita de otros para ser-bien, es decir para ser lo que es. Algo así como un reloj que no va bien, que no mide el movimiento, que “actúa” caprichosamente, que se mueve como le viene en gana: no se trata de un verdadero reloj, lo parece, pero no lo es en realidad. En la narración bíblica aparece la idea de que “sólo en la comunión con el otro sexo puede considerarse completo”.

De ahí que se pueda decir que el eros, el deseo, la tendencia del hombre a la unión con el otro sexo hasta hacerse una sola carne, la tendencia al matrimonio, por tanto, esté enraizada en la naturaleza del hombre 25. De ahí también, por otro lado, el carácter único y definitivo de éste. Pero dejando de lado este último aspecto que abre nuevas y ricas perspectivas sobre la indisolubilidad del matrimonio, éste aparece en el Génesis como realización del destino del hombre.

3) La necesaria purificación del eros

Es bien conocida la magnífica aportación que el Siervo de Dios Juan Pablo II he hecho al conocimiento del hombre. Considero personalmente la antropología que resulta de sus célebres catequesis sobre el amor humano en los primeros años de su pontificado una de las más relevantes contribuciones hechas a la ética y a la moral en todo el siglo pasado. Causa por ello profunda sorpresa leer artículos o declaraciones en las que se afirman con, en mi opinión, tanto desenfado como ignorancia, que Karol Wojtyla no fue en realidad un teólogo de fuste. Para refutar tales aseveraciones bastaría leer las citadas catequesis.

La visión del hombre, positiva, esperanzada, moderna por su vieja novedad, que Juan Pablo II acierta a leer en el libro del Génesis ilumina el misterio del ser y de la existencia humana. Cuando se contempla al hombre desde lo alto, desde el mundo de las personas-espíritu aparece como “persona corporal”, y cuando, en cambio, se le ve desde abajo, desde el mundo de los sólo-cuerpos, se manifiesta como “cuerpo personal” 26. En esa realidad compleja que es el hombre, el espíritu hace que el cuerpo no sea reducible a mera cosa, sustancia corporal, materia más o menos perfectamente organizada, algo en definitiva que “se tiene” o “posee” y de lo que se puede disponer a capricho, arbitrariamente. “El cuerpo es la expresión de ‘yo’ y fundamento de su identidad” 27, afirma Juan Pablo II. Difícilmente se puede subrayar con más fuerza la dignidad del cuerpo humano. ¡El cuerpo pone en juego a la persona misma!

Se pone así de relieve la falsedad del grito, despechado a veces y siempre revelador de inmadurez y enaltecedor de una deriva libertaria en el modo de entender la libertad, según el cual ¡Mi cuerpo no es sin más “algo” mío, del que puedo disponer a mi antojo! No es de recibo la pretensión de poder hacer de mi capa un sayo con el propio cuerpo. El cuerpo y la persona humana entera se revelan como don, como regalo, como realidad inexplicable desde uno mismo. Por otra parte, cada uno se sabe íntimamente responsable del propio cuerpo lo mismo que del entero ser personal. Y no son razonables, por tanto, huidas hacia delante, en un ejercicio ciego y loco de voluntarismo.

El cuerpo hace, sí, que el hombre pertenezca al mundo visible y no al de los puros espíritus. Pero el cuerpo humano es también signo, pues conduce como de la mano a una realidad escondida, más profunda. El cuerpo, que es verdaderamente humano gracias al espíritu, lleva a un conocimiento más acabado de éste, puesto que en él se desvela y se da a conocer. No se “encuentra” a sí mismo siendo uno más entre los demás animales. Sabe que no pertenece sin más a una de sus variadísimas especies. No puede ignorar sin traicionarse que en él aflora y se hace presente en el mundo una radical novedad. No hay en efecto “otro como yo” entre los animales.

Por otra parte, la “persona corporal” o el “cuerpo personal” se realiza de dos modos, como varón o como mujer, ambos igualmente “hombre” y dotados por lo mismo de idéntica dignidad. Pero si la persona es también cuerpo, y cuerpo sexuado; si éste “en su normal constitución, lleva en sí las señales del sexo, y es, por su propia naturaleza, masculino o femenino” 28, eso quiere decir que ni el varón solo, ni la mujer sola, realizan plenamente o agotan la esencia de lo humano. El hombre es, en efecto, esencialmente persona, co-existencia. Aparece aquí una nueva dimensión del misterio del ser humano que se manifiesta en la reflexión sobre el “cuerpo personal”. Gracias a él se nos revela el hombre como un ser esencialmente relacionado y llamado a la comunión interpersonal, de la que el cuerpo es instrumento e intermediario.

He aquí el famoso significado “esponsal” del cuerpo: éste aparece como substrato de la comunión entre personas, como lugar de íntimo encuentro interpersonal y de estrechísima comunión que, en el matrimonio, tiene lugar precisamente “gracias a” y “en” la unión de los cuerpos.

Pero la experiencia enseña que el signo puede ser empobrecido, puede quedar “empañado” por el vaho que vela e impide ver más allá; puede ver reducida su capacidad desveladora, puede ser, en definitiva, falseado. Entonces ya no es capaz de mostrarnos al otro como persona, reduciéndolo más bien a objeto de deseo; lo degrada, lo anuncia como cosa, como objeto; lo desnaturaliza.

La unión de los cuerpos olvida su más profunda verdad –servicio a la comunión de las personas- y de ese modo se rebaja y envilece. En la unión corporal no se supera ya el ámbito de lo animal. Tiene lugar de manera inhumana, prevalece la mera biología. Entonces el “abrazo” de los cuerpos ni favorece ni manifiesta el encuentro de las personas. Es sólo apareamiento. El instinto ya no está asumido e integrado en el ámbito de la libertad, no sirve a la entrega generosa, libre, donal. Se independiza y animaliza al abandonar el recinto de la libertad. ¡No toda independencia, como se ve, es sinónimo sin más de libertad! El deseo, el apetito, el eros se aleja del mundo de lo humano, pierde su dignidad. Cuanto más vigorosa es una fuerza, tendencia o inclinación, también la propia de los apetitos humanos, tanto más devastadora resulta si se pierde sobre ella el control, si ya no es una fuerza humana, libre, bajo la dirección, el orden y la medida propios de la razón.

En el matrimonio, comunión de personas, la unidad tiene lugar de un modo característico, esto es, mediante la unión de cuerpos, de la carne, que es instrumento para la unión de las personas, para su unión total. No se pueden separar unión corporal y unión personal. La unión de los cuerpos sin la unión de los espíritus no es unión auténticamente personal ni es verdaderamente humana, digna del hombre. La unión que se limita a los cuerpos, que busca solamente el placer, no es unión propia de las personas corporales. Quizá se entienda mejor ahora el pleno sentido de la aplicación a nuestro campo de la tesis de la Teología Moral según la cual los actos humanos realizados sólo por placer son ilícitos.

De ahí que aparezca con claridad la necesidad absoluta de un ethos para el eros tal como lo conocemos. Ese ethos, ese orden y medida que la razón pone al eros no es algo exterior a éste, no es brida o freno que lo contiene y pervierte a un tiempo. Representan más bien elementos necesarios al eros precisamente para que no se desnaturalice. Visto desde el hombre que experimenta la fuerza del eros, se impone la tarea de evitar que éste quede reducido a simple concupiscencia. Es preciso vivir ese ethos que es “forma constitutiva del eros”, como enseñaba con fórmula magnífica Juan Pablo II 29. Va en ello la existencia del auténtico eros humano.

En efecto, para que sea verdaderamente tal, para que no se independice ni se disocie, malográndose, del amor, el eros necesita del ethos, de la virtud, “de la castidad como de un sistema de defensa y protección, para que el amor siga siendo tal, o para que sea sanado y se reencuentre a sí mismo” 30. Lejos de ser incompatible el eros con una regla de conducta que deriva de su ser más verdadero, ésta es condición de posibilidad de su autenticidad y genuinidad, es decir de su carácter original según el pensamiento divino.

4) La virginidad, garantía del significado esponsal del cuerpo

Puede darse la unión espiritual sin la corporal, pues aquella no reclama necesariamente ésta; pero no debe darse la corporal sin la espiritual. En efecto, el sentido y significado último de la corporalidad “personal” no es el encuentro sexual: no es éste su razón de ser. El encuentro sexual está más bien al servicio de la comunión personal, sin que, sin embargo, sea imprescindible para que dicha comunión tenga lugar: es el modo específico del matrimonio para favorecerla y lograrla. Pero la dimensión o la capacidad generadora no es primordial o primera en el significado del cuerpo humano. Ocupa en él un puesto importante, pero quien ve en el otro principalmente, o sólo, el cuerpo como sexo, tiene una visión reductiva, real pero reducida. Ve al hombre en una sola de sus dimensiones, la del animal.

Pero el hombre es espíritu encarnado; su cuerpo se le revela como vehículo y medio de comunión. Es en el amor, en la amistad donde se incluye o no la sexualidad, libremente como don. La entrega total propia del amor se da siempre corporalmente, pero no siempre sexualmente. Una madre ama totalmente a su hijo y lo ama en todo su ser, como lo que es, hombre o mujer, pero no lo ama sexualmente: estaríamos más bien ante una aberración del amor materno.

Que todo ser humano esté llamado al amor humano no lleva consigo que la única vocación de los hombres sea el matrimonio. La unión interpersonal no se realiza evidentemente sólo en el encuentro sexual: dicho encuentro es pedido por el amor matrimonial, que comparte las notas del amor en general, pero el amor de los esposos no se identifica sin más con el amor de que son capaces las personas corporales. Es más, la más completa y perfecta plena unidad no se puede alcanzar mediante la unión de los cuerpos.

El celibato, la entrega por amor a Dios y a los demás constituye la otra gran vía de realización de la persona humana en cuanto llamada al amor. Según la doctrina bien conocida de Familiaris consortio, matrimonio y virginidad son en efecto dos modos específicos de realizar integralmente la vocación del hombre al amor y representan, cada una a su modo, la concreción de la verdad del hombre como imagen de Dios 31.

Pero el significado último del cuerpo y de la dualidad corporal hay que buscarlo más allá del matrimonio: la plenitud de la donación y comunión interpersonal tendrá lugar “en la resurrección” gracias a la espiritualización o glorificación de nuestra realidad psico-somática en la visión de Dios. Juan Pablo II, al tratar del significado del cuerpo a la luz de la resurrección, afirmó con vigor que “el matrimonio y la procreación dan sólo realidad concreta a aquel significado (unitivo y procreador) en las dimensiones de la historia” 32. Con la resurrección, los cuerpos entran en un nueva situación o condición. El significado del cuerpo perderá entonces sus limitaciones históricas y se manifestará en toda su simplicidad y esplendor. El cuerpo será entonces “fuente de la libertad del don” 33.

Pues bien, lo que sucederá entonces queda anticipado en la historia gracias a la virginidad. La plenitud del cuerpo, la realización más alta de su condición de signo de la persona creada a imagen y semejanza del Dios Uno y Trino tiene lugar en la comunión de personas, y está alcanza una plenitud particular y única en la virginidad, perfecta realización de la propia humanidad, que incluye naturalmente la dimensión corporal-sexual propia del varón y de la mujer. En la resurrección la persona quedará como divinizada al alcanzar una mayor espiritualización, es decir, una mayor posesión del cuerpo por el propio espíritu, lo que permitirá una profunda armonía entre ambos y garantizará el primado del espíritu. Eso consentirá a la vez que la donación más perfecta de Dios al hombre suscite en éste “un amor de tal profundidad y fuerza de concentración en Dios mismo, que será capaz de absorber completamente su entera subjetividad psicosomática” 34. En la respuesta de la persona corporal al don amoroso de Dios alcanzará el cuerpo la plenitud de significado esponsal.

La virginidad en la Iglesia ayuda así a que se mantenga vivo el auténtico y más profundo significado esponsal del cuerpo como instrumento de la comunión interpersonal en la donación y la entrega, en la libertad del don; favorece la consideración personal del cuerpo humano. Como he tenido ocasión de decir en otro lugar, “el cuerpo permite al varón y a la mujer ser una sola carne en la donación recíproca, pero sólo encontrará su plenitud de significado en la perfecta comunión de las personas en la resurrección, cuando no se tomará ni marido ni mujer” 35.


La doctrina de la Sagrada Escritura y de la tradición mística cristiana sobre la unión entre Dios y el alma nos sirven para completar este pensamiento. “La relación del alma con Dios, tal como Dios la previó desde la eternidad, apenas cabe caracterizarla mejor y más atinadamente que como una relación matrimonial, de esposo a esposa. A su vez, la idea del matrimonio en ninguna parte se cumple tan propia y perfectamente como en la unión amorosa de Dios con el alma.

Una vez que se ha comprendido esto, hay una permuta exacta de papeles entre la imagen y su objeto; se comprende, ya que Dios es el propio y natural esposo, y todas las relaciones matrimoniales humanas se ven como reproducciones imperfectas de aquel original y tipo primero, de la misma manera que la paternidad de Dios es el prototipo de toda paternidad humana. En razón de la relación que guarda la copia con su original, las relaciones humanas entre esposa y esposo pueden servir para expresar simbólicamente las relaciones de Dios con el alma su esposa; y en razón de esta función, lo que en la vida real se considera relación puramente humana queda relegado a segundo término. Esta relación humana tiene su razón de ser y su más alto sentido en su actitud para ser expresión de un misterio divino”. El misterio al que se refiere la santa es el “misterio grande” de las relaciones entre Cristo y la Iglesia, como se deduce de la cita de la carta de San Pablo a los Efesios 5, 23 y ss. que sigue al texto que acabamos de aducir 36.

En esta misma línea se mueve N. Cabasilas, según el cual “la unión del Señor con aquellos a los que ama está por encima de cualesquiera unión que se pueda pensar, de cualesquiera ejemplo que se pueda poner” 37. Nada puede decir o expresar la naturaleza de esa unión, no hay ejemplo que pueda darnos una idea adecuada de la realidad de la misma. Lo mismo que la ‘amistad’ de Dios con el hombre, su ‘unión’ con éste, posible sólo gracias al poder de Dios, es algo “indecible” 38. No ciertamente en el sentido de que no se pueda hablar de ningún modo de ella, sino en cuanto que todo discurso, imagen o ejemplo humano de dicha unión es del todo insuficiente. Volvemos así al comienzo de mi intervención. Para expresar su verdad son necesarios muchos discursos, imágenes y ejemplos.

Cabasilas resume su pensamiento afirmando que “no hay imagen cuya correspondencia con la realidad sea tal que nos permita llegar a su perfecto conocimiento” 39. Según nuestro autor, cuando se habla de unión y de amor - pues “la unión debe corresponder al amor”-, hay que decir que su grado más alto no se alcanza en el matrimonio ni en la perfecta articulación y estrecha conexión existentes entre los miembros de un organismo. El matrimonio, en efecto, por fuerte que sea la comunión que establece entre los esposos y por alto que sea el grado que pueda alcanzar, no llegará nunca al punto de hacerles ser y vivir el uno “en” el otro. Lo mismo ocurre con la unión que se da entre los miembros del cuerpo y la cabeza: con ser grande, dicha unión no es tal que haga de su separación el peor de los males.

Ni siquiera la unión de uno consigo mismo alcanza el nivel de la que se da entre Dios y el hombre, la cual, en virtud de la gracia de Dios, lleva a los hombres a preferir la muerte a estar separado de Dios.

Lo que aquí nos interesa es la convicción de Cabasilas, para quien el amor y la comunión más vivos y extremados posibles se dan entre Dios y el hombre, entre Cristo y su Iglesia. El modelo y arquetipo del amor nupcial –que lleva a la unión de dos en uno- no es el que está presente en el matrimonio entre un hombre y una mujer, sino el que se da entre Cristo y la Iglesia. El matrimonio queda por debajo de este arquetipo y alcanza la perfección del amor nupcial sólo en la medida en que imita el modelo del amor nupcial entre Cristo y la Iglesia (o entre Dios y el alma).

5) La apertura a la vida, característica inherente al amor conyugal

Se trata de la conocida cuestión de las relaciones entre la dimensión unitiva y procreadora del amor matrimonial. Pienso que el marco doctrinal en el que nos venimos moviendo es adecuado para dar una respuesta válida a dicha cuestión. Ese marco tiene dos coordenadas concretas, a saber, la que precisa el significado del cuerpo y la que identifica la naturaleza del amor humano. Según la primera, la “dimensión corporal” de la persona humana constituye una de sus dimensiones esenciales. El cuerpo permite a la persona “identificarse”, reconocerse como distinto de las demás criaturas no personales y saberse al mismo tiempo llamado a la comunión personal. El cuerpo consiente también al hombre identificar a las demás personas como tales, como otros “yo”, y descubrirlos como ayuda, como algo “dado”, como don.

Pero la dimensión corporal de la persona se da siempre concretamente realizada en su modalidad masculina o femenina. La “humanidad” pertenece por igual a las dos modalidades, pero no existe al margen de esa realización. No hay en efecto, personas neutras que no sean corporalmente hombre o mujer, una diferencia que tiene que ver fundamentalmente con el sexo. En efecto, la dimensión corporal de la persona humana se revela y pone de manifiesto sobre todo mediante el sexo. Representa éste su rasgo corporal más relevante y el que mayormente identifica la persona como hombre o mujer. Pues bien, si ya el cuerpo humano sirve como instrumento e intermediario de la comunicación y comunión con los demás, su carácter sexuado estimula el deseo de la unión personal. Se hace así más intensa la “natural” tensión centrífuga del cuerpo hacia la unión interpersonal.

La dualidad sexual en que se realiza la corporeidad tiene que ver con la fecundidad. La “ayuda” que, según el Génesis, se dan mutuamente hombre y mujer está relacionada con la fecundidad, con la concreta comunión interpersonal en la que tiene lugar la procreación. Es lo que se ha llamado “significado procreador” del cuerpo humano. La unión interpersonal a través de la unión de los cuerpos, está pensada por el Creador como fuente de nueva vida. La mutua entrega de hombre y mujer, su recíproca donación como personas en su especificidad masculina y femenina, se revela como momento de comunión y encuentro personal y, a la vez, como lugar fontal u origen de nuevas vidas humanas. No cabe pues unión de los cuerpos que no sea expresión de la más íntima comunión de personas y sirva a su promoción, así como tampoco cabe privarla directa y voluntariamente de su dimensión procreadora o “construir” otras fuentes de vida que no sean ellas mismas y en sí mismas un acto de amor.

6) Procreación no simple reproducción

La persona corporal es habitante de dos mundos. Pertenece, de una parte, al de los cuerpos dotados de vida, reconoce que el cuerpo pertenece a su ser hombre, y a la vez y gracias a éste, se descubre parte de otro reino, de otra patria, diferente de todos los demás animales, en ninguno de los cuales encuentra “otro como él”, “otro yo”, otro ciudadano del propio reino.

En cuanto ser corporal, el hombre encuentra no pocas semejanzas con los animales, algunas de las cuales ofrecen significativas semejanzas y, al mismo tiempo, profundísimas diferencias. Existen así, por ejemplo, actividades como alimentarse o reproducirse, susceptibles de realizarse de modo simplemente animal o de manera perfectamente humana. Materialmente, alimentación y reproducción se cumplen de manera semejante en los animales y en los hombres. Pero se trata de actos bien diferentes en uno y otro caso. Diferentes porque quien los cumple es diferente y superior. Los actos del hombre son, en efecto, fruto de la libertad y del amor.

De ahí que podamos hablar de un modo específicamente humano de comer y de generar, lo mismo que existe otro que hace recordar al simple animal, no a las personas. Así, a veces, con más desprecio que otra cosa o, al menos, con disgusto, se dice de una persona que come como un animal, pues lo hace sin “cultura”, sin los modos –variables en sí mismos- que denotan que quien así hace es una persona. Esta impone su “sello” o forma peculiar a la acción que realiza, modificándola y diferenciándola así de otras que presenta la misma finalidad.

También se puede dar un modo no humano de generar personas corporales, un modo que queda a nivel de los animales, en cuyo caso tiene sentido hablar de simple reproducción. Lo que ocurre es que la persona corporal no es simplemente un animal. No es alguien que actúa a golpe de instinto. Aunque “la acción libre y consciente de un hombre pueda estar unida al instinto, por su misma naturaleza es algo distinto” 40. Por serlo resulta extremamente importante distinguirlos conceptual y verbalmente, pues la confusión en los nombres termina por traducirse en confusión en los conceptos.

Si la unión de los esposos recibe su dignidad del hecho de ser fruto de la entrega personal, don recíproco; es decir, si la dignidad de dicho acto tiene su raíz y razón de ser en su carácter de acto personal amoroso, dicha dignidad se acrece por el hecho de ser una acción en la que los esposos colaboran con el amor creador de Dios. En efecto, Dios ha querido hacer depender de alguna manera la creación de una nueva alma a la generación fruto del encuentro amoroso de los esposos. De ahí que se hable de acto-procreador de los esposos, siendo ésta la dimensión que acaba de revelar toda la verdad del encuentro amoroso de los esposos.

Concluyo con unas palabras del actual Pontífice en su encíclica varias veces citada en estas páginas. El amor en su dimensión más alta, plena y beatificante, el amor que no se busca a sí mismo en primer lugar, sino que busca el bien, se alcanza “merced a la unión más íntima con Dios, en virtud de la cual se está embargado totalmente de Él, una condición que permite a quien ha bebido en el manantial del amor de Dios convertirse a sí mismo en un manantial ‘del que manarán torrentes de agua viva’ (Jn 7, 38)” 41.


Notas

1. BENEDICTO XVI, Carta encíclica Deus caritas est, 1. De ahora en adelante citaremos este documento magisterial con las iniciales DC.
2. Canciones entre el alma y el esposo, 11 (12)
3. Ciencia de la Cruz, Ed. Monte Carmelo, Burgos 1994, 278.
4. Gaudium et spes, 22
5. DC, 1
6. Ibidem, 4
7. Ibidem
8. Ibidem
9. Ibidem
10. Familiaris consortio, 11
11. DC, 5
12. Ibidem
13. DC, 17
14. Cf. DC, 5
15. Ibidem
16. Ibidem
17. Cf. DC, 8
18. DC, 9
19. Cf. Ibidem
20. DC, 9
21. Ef 5, 25-32
22. DC, 12
23. Cfr. Ibidem, 67
24. “El que se somete al ser, a la sabiduría y querer o poder divinos, ese tal da lugar a Dios en sí, y su ser será penetrado por el ser de Dios. Pero esta penetración no es total y completa, no llega sino hasta donde le permite la capacidad receptora del recipiente. Para ser penetrada plenamente por el ser divino (en ello consiste la perfecta unión de amor) el alma ha de liberarse de todo otro ser: vaciarse de toda otra criatura y de sí misma, como San Juan de la Cruz tan machacona e insistentemente lo ha declarado y probado. Amar en su más alta realización es hacerse uno el amante con el amado en una libre entrega mutua: esta es la vida divina en el seno de la Trinidad. Hacia esa plena realización aspiran el amor anhelante y porfiado de la criatura (amor, eros) y el amor misericordioso de Dios que se abaja hasta aquella (cáritas, ágape). Donde estos dos amores se encuentran se irá realizando progresivamente la unión a costa de todo los que se oponga a su paso y en la medida en que todo esto quede aniquilado”, E. STEIN, Op. cit., 210-211
25. Cf. DC, 11
26. Catequesis de Juan Pablo II, en Uomo e donna lo creò. Catechesi sull’amore umano, Città Nuova, Roma 1985, 25,2,118. Esta referencia indica el número de la catequesis, el punto al interno de la misma y la página del libro citado en que pueden encontrarse los textos del Pontífice. De ahora en adelante las referencia a las Catequesis de Juan Pablo sobre el amor humano se harán del modo apenas indicado.
27. 92,6,630
28. 8,1.54
29. 48,1198; cfr. 49,1,201; 53,1,216
30. A. LAUN, Amor y vida conyugal, EIUNSA, Madrid 2004, 78
31. Cf., 11
32. 69,4,274
33. 69,6,275
34. 68,3,271
35. Corporalidad, sexualidad, persona humana, en “Matrimonio. El matrimonio y su expresión canónica ante el III milenio”, EUNSA, Barañain (Navarra) 2000, p. 33.
36. E. STEIN, Op.cit., 285
37. La vita in Cristo, Città Nuova, Roma 2000, 64
38. Ibidem
39. Ibidem, 65
40. A. LAUN, Op. cit., p. 69
41. DC, 42

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